“No soy un pez. Pero sé que el mundo es un continuo carrusel
de anzuelos”, no llegué a decir.
–El pescado es un manjar exquisito, señor. Rico en proteínas, minerales y etcéteras.
Lo del anisakis nos obliga a estar muy pendientes de su frescura. Por eso lo
observo tanto. A usted. Lo veo en baja forma… Esta bella merluza le vendrá muy
bien. Mire. La piel del pescado fresco ha de brillar, ¿sabe?, tornasolar y
tener un aspecto sutilmente húmedo. Un mal síntoma es que se desprenda con
facilidad de la carne. La piel, digo. Los ojos se salen, esas pupilas negras y
casi lúcidas. Si tienen como una confusión en la córnea serán poetas, no nos
interesan. ¿No será usted un poeta, verdad? –me sonrió con brillantez– Las
agallas, rosas o rojas, según la especie, obedientes y resbaladizas. La carne,
firme y elástica, transparente y sin dobleces. En caso contrario, no será un
pescado fresco. Ha de oler a mar y algas, o a ríos. Los expositores inclinados,
recubiertos de hielo, como este, son ideales. Una vez comprado, respete la
cadena de frío, señor. Y mejórese.
Ya sin tener tan claro lo de ser o no un pez pero sí aquello de los anzuelos,
con mi bolsita y la flamante merluza dentro, regresé a casa.
