
Nicolás Guillamont sabía que aquella misma noche la vida de uno de los dos acabaría destrozada. La velada había transcurrido según lo previsto, y sus esposas acercaban a la mesa los sorbetes de limón que darían paso a las copas. Al fin Guillamont ofreció coñac a su invitado, y marchó con él hacia la amplia terraza. Allí, a solas, le dijo lo que pensaba del asunto.
-Las mudanzas que está experimentando mi vida no me gustan nada, señor Anisset. Sé de su poder, pero no me crea un payaso. El código de caballeros no me impide defenderme. Y lo haré.
-Guillamont, Guillamont, no imagine intrincados contenciosos allá donde no los hay. El asunto es bien simple. Yo era su abogado. Ahora no. Su esposa paga más, y me ofrece pluses impensables en usted -dijo Anisset, sonriendo y golpeando con el codo a un humillado Guillamont- Y por ahora, el divorcio le dejará sin la mitad de sus bienes, aproximadamente. No se queje, podría ser aún peor.
-Se lo contaré todo a su mujer, ¡todo!, y acabaré de una vez con esta maldita farsa.
-Vaya, vaya, corra Guillamont, corra ahí dentro y cuéntelo. Dígalo todo. Grítelo si quiere ¿Qué conseguirá? Su mujer lo negará, yo lo negaré. Dos contra uno. Mi esposa pensará que ha bebido más de la cuenta, cosa cierta por otra parte, y asunto liquidado. Eso sí, su mujer se enfurecerá bastante. Y me pedirá más. Exigirá más. No tiente su suerte.
-...
-Guillamont, este divorcio puede salirle bastante más caro aún si usted no colabora, se queda calladito, y deja las cosas tal como están. En caso contrario, usted me conoce, he sido su abogado, sabe que soy el mejor, y que puedo hundirlo en la miseria ¿Comprende? Cero. Así que no enfade a su mujer -dejó la copa sobre una mesa y se dirigió al interior. Dio media vuelta.
-Y no me enfade a mí, payaso.
Guillamont quedó abatido sobre la barandilla. Mas sólo un instante. Cuando escuchó el disparo en el interior una sonrisa se dibujó en sus labios. Entró al salón.
La señora Guillamont se hallaba tendida en el suelo, un charco de sangre formándose a su alrededor. Guillamont se acercó a la señora Anisset, y le sustrajo el arma. Con un pañuelo la limpió a conciencia y caminó hacia el señor Anisset, aún de pie, mirando el cadáver, como en trance. No fue problema que agarrara la pistola.
-Pero...
Guillamont y la señora Anisset estaban frente a él, unidos en un abrazo. Anisset los miró, y buscó la mirada de Guillamont.
-Dos contra uno, Anisset, dos contra uno.
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Foto: jose rasero