martes, 31 de agosto de 2010

44 - So what?













Nada.
Eso fue lo que pudo escuchar Florencio Acurio a través de la puerta.
Nada a excepción de lo que pareció ser el colofón categórico a una discusión soterrada.
-¡Ni hablar!
Tras el grito, el silencio, pues aquel coincidió en el tiempo con los últimos acordes de la Suite.
Abordó Florencio con gran sigilo su retirada y, ante el temor de verse descubierto, se introdujo calladamente en el baño.
Desde tal lugar sí oyó a los otros dos salir de la habitación. Los escuchó atravesar el pasillo. Oyó el tintineo de las jarras de cerveza al chocar entre sí, quizá un brindis sellando un acuerdo. Algún comentario confuso. El silencio de nuevo.
Al fin, el incomparable y alegre Menuet de Boccherini le llegó con armónica claridad desde el salón.
Allí dentro, a solas en aquel territorio doméstico, se sintió a salvo, y también fue consciente del grado de embriaguez que había alcanzado.
La euforia de tan solo hacía unos instantes había dado paso de golpe a la fatiga física y a la confusión mental.
¿Qué estaba pasando con esos dos?
No estaba acostumbrado a beber, y mucho menos a fumar hachís.
-Menos aún a horas como estas, -se dijo en voz baja, apoyando la frente sobre el espejo del lavabo.
No podía pensar con claridad.
El cuarto de baño, amplio, luminoso, con cierto toque nórdico, o eso le pareció en esos instantes, se movía lentamente a su alrededor.
Hasta qué punto no estaría alucinando.
La historia de Luis era demencial, cierto, pero la reacción de Lucía sólo podría ser calificada, cuando menos, de sorprendente.
¿Y la suya propia? Salir tras los pasos de ellos. Intentar escucharlos agazapado tras la puerta, comportándose como un crío. Era vergonzoso.
Un rastro de lucidez pareció abrirse paso entonces en su mente, y decidió irse para casa, que es lo que debería haber hecho nada más salir del instituto, se recriminó.
Tras enjuagarse el rostro y despejarse algo, se secó levemente con una toalla, tiró de la cisterna con la idea de simular normalidad, y salió de la habitación.
En la sala no vio a nadie. Nada sonaba en el aparato de música, cuando de pronto, viniendo desde atrás, notó cómo Lucía le pasaba un brazo por el hombro y le estampaba un beso en la mejilla.
-¿Qué?, evacuando líquidos, ¿no?, pues hay que terminar las existencias –le dijo con la alegría impregnada de nuevo en su ser y acercándole una jarra llena de cerveza– Nos vamos...
Sin tiempo a preguntar Florencio se vio dando un largo trago de cerveza, vio a Lucía acercarse al equipo de música y hacer sonar el Cool and Collected de Miles Davis, y observó cómo Luis se había sentado en el sofá y preparaba otro liadillo.
Bajo la cadencia de piano y bajo en la introducción de So What toda la tensión de unos minutos atrás parecía haberse desvanecido.
Lucía se acercó a Florencio y lo abrazó levemente.
-Bailemos... -susurró, y los dos cuerpos iniciaron una danza casi estática en el centro de la sala, contoneando lentamente las caderas y girando sobre sí mismos con delicadeza.
Florencio intentó decir algo pero el dedo índice de Lucía se posó con levedad sobre sus labios, y entonces él cerró los ojos y se dejó mecer por el balanceo de la joven.



**La próxima entrega será el martes 21 de septiembre. ¡Gracias!

Donde se cuentan las ocurrencias de Badián Parra y Florencio Acurio

Foto: jose rasero

martes, 24 de agosto de 2010

43 - Lucía








Luis Lasanta dejó el teléfono móvil sobre la mesa y regresó a la ventana abierta. En su rostro parecía haberse instalado una nube de preocupación.
Florencio lo miraba desde su indolente humareda de hachís, con la sonrisa en los labios y una divertida estupefacción en su mente.
-...bueno, ¿no me dirás que en nuestro instituto quieren acabar con Educación para la Ciudadanía a base de nódulos en las gargantas, verdad?... –ironizó, sin poder reprimir una enorme carcajada tras finalizar la pregunta.
Pero Luis no contestó.
Sin inmutarse, se limitó a extraviar de nuevo su oscura mirada a través del ventanal.
-Eh, oye, qué pasa, no te vayas a poner serio ahora...
La Obertura de la Suite en do mayor fue la única réplica a éstas palabras, y, encogiéndose de hombros, en ella se dejó mecer Florencio, saboreando la elegancia pomposa de oboes, fagots y violines.
Le asaltaron las ganas de tener su flauta travesera a mano. Era un movimiento que conocía y que podría acompañar sin gran esfuerzo. Se imaginó haciendo sonar las notas en su Yamaha plateada, re, fa sostenido, mi, re, si en octava alta...
Y entonces, muy por encima en decibelios de aquel ensueño y armonía musicales, tronó el timbre.
Luis, como despertando de una pesadilla, dio un brinco, y se apresuró en abrir la puerta.
-Hola...
Una chica joven, de unos veintitrés años, alta, delgada, morena, cerró la puerta tras de sí. Parecía simpática, pues toda ella era una radiante sonrisa.
Antes de que Luis los presentara, ella, tras dar a éste un leve beso en los labios, se dirigió rauda hacia Florencio.
-Oye, tú eres el que toca la flauta en San Francisco...
-Sí...
-Me encantas –soltó, estampándole dos sonoros besos en las mejillas- qué tal todo, soy Lucía...
Y Lucía era un torrente de diversión, y de palabras. Resultaba también una chica atractiva. Disfrutaba de unas piernas largas, cubiertas por un ceñido pantalón vaquero, y unos pechos danzarines, que se adivinaban bajo una camiseta celeste sin mangas en la que podía leerse: Down with the capitalist.
Desde luego estos dos no aman el sistema, rumió para sí un observador Florencio.
Estudiaba en Cádiz, en la Universidad, se hallaba cursando tercero de Filología Hispánica.
-Vaya, una futura de las nuestras... -bromeó Florencio.
Y trabajaba en una pizzería del paseo marítimo, para costearse estos estudios.
-...una chica muy completita... -apuntó Florencio, que se sintió atraído desde el primer instante por Lucía. Ante todo le cautivó de forma precisa el tono de su voz, de una sensualidad arrebatadora. Aunque, por otra parte, pensó que -con total seguridad- ella sería aquello en lo que decía Luis que estaba... por lo que, se dijo, haría bien cortándose un poco.
Lucía se había sentado a su lado y, mientras hablaba incansable, mirándolo a los ojos, casi silbándole las palabras, lo tocaba continuamente, en el pecho, en los brazos, en las piernas.
Luis, que había llenado las dos jarras de cerveza y traído otra para Lucía, permanecía sentado frente a ellos, liando un cigarrillo, en silencio.
Animado por el clima confidencial que parecía haberse creado entre Lucía y él, y por hacer partícipe de la conversación al ausente Luis -también para no sentirse demasiado incómodo él mismo- Florencio, que gracias a las cervezas y a los canutos se sentía desinhibido, lanzado, eufórico, olvidada por momentos su habitual timidez, se atrevió a bromear sobre la Gran Conspiración de la que le había estado hablando Luis.
-¿Conoces la historia, verdad?...
Florencio imaginaba que Lucía se partiría de la risa con el despropósito de aquel relato, y que los tres iban a vivir unos momentos de relajada tertulia y buen rollo, pero en cambio, advirtió contrariado, ella se puso de repente tensa, y su luminosa sonrisa se tornó en un gesto severo.
-Vas a disculparnos... -se excusó, lanzando una mirada criminal hacia Luis.
Agarrándolo de un brazo tiró con fuerza de él, y se perdieron los dos en la oscuridad del pasillo.
Florencio quedó entonces a solas en la sala, sorprendido, y, por un momento, permaneció inmóvil, desconcertado, sin saber qué hacer.
Pero iba a ser algo irremediable, se dijo, excitado.
Se sentía juguetón, alegre, y, además, una imperiosa  curiosidad se había adueñado de él por completo.
Esperó unos prudentes instantes y al fin se levantó, y con mucho sigilo se aventuró por el pasillo. Dejó atrás, a su izquierda, la cocina. Unos pasos adelante vio a la derecha la puerta entreabierta del cuarto de baño, y al fondo vislumbró la que había de ser la de la habitación de Luis, y que se hallaba cerrada.
Con tremenda cautela, y bajo los aristocráticos acordes del Passepieds I, se acercó a ella y posó su oreja derecha sobre la madera.


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Foto: jose rasero

martes, 17 de agosto de 2010

42 - La Gran Conspiración







Tras pronunciar estas palabras Luis Lasanta quedó de pronto pensativo, como ausente, la mirada traspasando el ventanal y perdiéndose enigmática en el colosal monumento de la Constitución de 1812.
Florencio aprovechó para escudriñar con cierto detalle aquel rostro de facciones rígidas, de ojos oscuros y profundos, de cabello rubio, casi al uno, de gesto ambiguo, como casi todo en él, en busca de algo que le aclarase las cosas.
No sabía qué pensar.
La apariencia de Luis, la de antes, esa seriedad formal, casi de viejo, pensó para sí Florencio, y la de ahora, que aún no se atrevía a calificar. Aquella casa. Las intenciones de Luis. Sus preguntas. Su espantada en el bar. Todo era, cuando menos, chocante.
En estos pensamientos andaba sumido en el momento en que la mirada de Luis regresó de su ausencia y se posó sobre él.
-¿Sabes? Yo sustituí a Manuel Paz, de Historia, como tú. Este va a ser mi segundo año aquí ¿Te imaginas cuál fue la causa de su baja?
-... ¿nódulos?...
-Exacto. Pero hay más. Este curso, y ya antes de iniciarse, eh, ha habido otras tres bajas. Lengua, Filosofía, Inglés.
-¿También por nódulos?
-Sí.
-Vaya epidemia.
-¿Adivinas qué asignatura les era común a todos?
-...esto... No.
-Educación para la ciudadanía –dijo Luis en un tono conscientemente misterioso.
Y a partir de ese instante dedicó por completo toda su atención y esfuerzos a la ensalada, las chacinas, el pan y la cerveza. Florencio, al verlo, lo imitó, por lo que permanecieron en silencio un buen rato.
Cuando terminaron el ligero ágape, Luis se levantó llevando consigo la bandeja y regresó con las dos jarras llenas.
Tras dar un largo trago a la suya alcanzó el mando a distancia del equipo de música y lo puso en marcha.
El Tercer Concierto de Brandemburgo en sol mayor de Bach comenzó a sonar de forma clara y contundente.
-Me encanta... -comentó con alegría Florencio, viendo cómo Luis humedecía con la lengua un cigarro rubio y esparcía su contenido sobre su mano izquierda.
-Es el mejor... -afirmó Luis continuando su faena de elaborar un porro.
-¿Fumas? –le ofreció el liadillo a Florencio una vez acabado.
-Bueno, si se tercia... -contestó éste, tomándolo con cuidado con una mano y resguardando con la otra el fuego del mechero para aspirar con fuerza y prenderlo.
A partir de ahí, con los compases de Bach de fondo, la vista de la plaza, el cielo azul y la brisa de septiembre conformando la peculiar sobremesa, todo fue un ir y venir de caladas, risas y palabras, frecuentar el ritual de la fabricación de los petas unas pocas veces, y un llenarse y vaciarse sin fin las jarras de cerveza.
Luis retomó rápidamente el hilo de la conversación: los nódulos en la garganta, las bajas y la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
Pero en este nuevo ambiente de relajación y camaradería, esos tres asuntos, que podrían haber parecido banales y para salir del paso, como efectivamente había pensado Florencio, se tornaron ante sus chispeantes ojos en los tres pilares sobre los que sustentaba Luis su fantástica teoría sobre la Gran Conspiración.
-¡Coño!... –exclamó Florencio desde una sonrisilla traviesa- ¿Gran conspiración? ¿Pero de qué hablas, hombre?... No me jodas...
-Paso a exponértela –proclamó a su vez Luis, con inmutable seriedad, y se puso en pie, iniciando una disertación de lo más académica.
-Comandados por el Foro de la Familia se ha iniciado por toda España, como sabrás, una auténtica cruzada de padres objetores de conciencia de la asignatura en cuestión. Incluso algunas comunidades luchan contra ella, a su manera. Así pues, si en la Comunidad Valenciana se ha decidido impartir la materia en inglés, con la pérfida intención de que los alumnos no entiendan absolutamente nada de nada,  aquí en Cádiz, y más concretamente en San Estanislao, porque resulta que ni en Andalucía ni en nuestra provincia  parece haber unidad de acción...
El sonido de un móvil cortó en seco la explicación de Luis. Era el suyo. Excusándose con Florencio se dirigió hacia el ventanal y se puso al habla.
-¿Laslo?... ¿sí?... Hola Rubén... ¿cómo va todo?... ya... no, mira... el día veintisiete de este mes... ¿correcto?... ya... otra cosa... por nada se te ocurra llamarnos... ¿entendido?... esta es tu última llamada. El día veinticinco te llamaremos nosotros y concretaremos todo... ¿bien?... sí... vale... hasta ahora... adiós...

martes, 10 de agosto de 2010

41 - Las apariencias de Luis Lasanta






Florencio entró en su automóvil y permaneció unos segundos con los ojos cerrados.

Joder, ¡soy profesor! –exclamó para sí, como un niño al que han regalado zapatos nuevos.
Por su mente desfilaron su padre Nemesio, con quien se las tenía tiesas y no se hablaba desde hacía lo menos cinco años, y al que no sabía muy bien si esperaba ablandar con este triunfo o, simplemente, machacarlo,  su hermana Valentina, y su madre, la señora Candela, que eran con las que mantenía el contacto, y a las que quería mucho, en la lejanía.
Allá andarán en A Pobra, liados con La Bodega y peleándose unos con otros -rumió, deseando contarles la noticia.
Cuando estaba a punto de arrancar escuchó unos golpes en la ventanilla derecha. Se giró y vio a un tipo de su misma quinta, con el que ya se había cruzado en el interior del Instituto.
-¿Sí? -dijo Florencio bajando el cristal.
-Hola, esto... ¿vas al centro?...
-Sube.
El tipo subió al coche. Llevaba una carpeta negra y unos libros, al igual que Florencio, que colocó sobre sus piernas. Pero, de forma inversa a Florencio, vestía una ropa exquisita, pulcra, formal.
-Perdona, soy Luis –se presentó. Parecía un tipo muy serio, tanto o más que su indumentaria, con corbata incluída como complemento y símbolo de una determinada actitud ante la vida.
-Yo Florencio. Encantado. ¿Eres profe?
Luis Lasanta también era profesor. Llevaba un año en San Estanislao, donde entró nada más terminar la carrera de Historia. El director era tío suyo, por lo que el asunto  resultó sencillo.
Florencio arrancó el automóvil.
Durante el trayecto hablaron superficialmente de cosas como el instituto, los alumnos, los profesores, siendo Luis quien dirigía en todo momento las riendas de la conversación.
Cuando Florencio aparcó el coche en la Plaza de España y, ya fuera, se disponía a despedirse, Luis Lasanta lo invitó  a tomar una cerveza. Aceptó con gusto Florencio y se dirigieron a un bar cercano, instalándose en  la terraza soleada.
Con las dos cervezas por delante Luis encendió lentamente un cigarro, sin dejar un momento de mirar a Florencio y, finalmente, retomó el diálogo interrumpido:
-¿Tú a quién sustituyes? –formuló inquisitivo, en un tono que a Florencio le recordó a su tío, el director.
-No sé, al de Historia creo...
-Claro, claro, sustituyes a Francisco Laviades.
-Ah...
-Él también sustituía. Sí. ¿Sabes el porqué de su baja?
-...pues...
-Nódulos...–dijo Luis casi en un susurro, alterado de pronto al observar cómo entraba en la cafetería un grupo de gente, al parecer conocidos suyos.
-Bueno... esto... tengo que irme... -murmuró, acuciado por una precipitación repentina.
Se levantó con torpeza, visiblemente turbado, dejando sobre la mesa un billete de cinco euros. Entonces, al ir a despedirse, volvió a mirar fijamente a Florencio.
-...aunque... mejor, mira... vivo aquí al lado. ¿Subes?... sí hombre, sube y comeremos algo... vamos... larguémonos de aquí.
Florencio lo miró, a medio camino entre la sorpresa y la diversión, pensó que nadie le esperaba en casa y que, total, nada perdía con ello. Además, aquel tipo había conseguido picar su curiosidad, y, por otro lado, también podía ser una buena forma de celebrar su primer día de trabajo.
Así que se dejó arrastrar.
Luis Lasanta vivía en una callejuela junto a la Plaza de España, en una casa antigua, aunque con ascensor.
En la planta tercera introdujo una llave en la cerradura de una puerta pesada e invitó a pasar a Florencio.
La casa era grande y luminosa, con los techos altos y las vigas de madera.
-Es antigua, pero ha sido restaurada hace un par de años, junto a toda la finca...
La entrada era una habitación amplia, las paredes con estanterías repletas de libros, un sofá con una mesita delante con papeles, libros, revistas, discos, ceniceros... En frente había un equipo de música, un DVD, y un pequeño televisor, encajados en un antiguo y también restaurado mueble de madera. A la derecha del sofá se iniciaba el pasillo que comunicaba con el resto de la casa, y a la izquierda se abría un gran ventanal desde el que se contemplaba una espectacular vista de la Plaza.
Florencio pensó que aquella casa y, sobre todo, aquel despreocupado desorden no se ajustaban en nada a un tipo tan estirado y circunspecto como  el tal Luis.
-¿Tienes novia? –preguntó de sopetón éste, regresando desde las profundidades del pasillo, mientras introducía el cuello y los brazos en una camiseta de color violáceo con la leyenda Euskal Presoak, Euskal Herrira estampada en negro, y unos vaqueros cortados a la altura del muslo.
-No... yo... no... -balbuceó Florencio, cogido de improviso por la pregunta y observando alucinado la nueva versión de Luis. Definitivamente parecía haber abandonado en su habitación la pose de hombre serio y juicioso, cambiando la simbólica corbata por la, cuando menos turbadora, leyenda de la camiseta. Aunque, se interrogó Florencio, ¿qué pose se suponía que representaba ahora? ¿Qué coño significaba aquella nueva apariencia? ¿Quién diablos era ese tipo que tenía delante?
-Y entonces... ¿no follas?
-Bueno... pues... ya te digo... no tengo mucho tiempo ...entre los ensayos, tocar la flauta, preparar guiones para la radio, hacer el programa...
-Todo tiene arreglo...
-¿Y... tú? -contraatacó tímidamente Florencio.
-Bien, digamos que estoy en ello...
Y Luis se perdió en dirección a la cocina, que era la primera puerta a la izquierda que se abría en el pasillo.
-...que siempre estoy en ello... -se le escuchó como un eco continuar desde allí.
Regresó al momento portando una bandeja sobre la que había dispuesto una fuente con ensalada de lechuga y tomates, pan, chacinas variadas y tenedores. La colocó sobre la mesita del centro, volvió a marchar y retornó con dos grandes jarras de cerveza.
-Bueno chico, ¿por dónde íbamos?... –dijo, sentándose en el sofá junto a Florencio y dando un buen trago de su jarra.
- ...¿de qué te estaba hablando?...
-De nódulos –articuló un cada vez más atónito Florencio.
-Ah sí, claro, los nódulos en la garganta.


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Foto: jose rasero

martes, 3 de agosto de 2010

40 (II) - En el Instituto








El señor Director, un hombre viejo, oscuro y antiguo también, casi también en blanco y negro, lo observó de forma inquisidora durante unos treinta segundos en los que se hubiera podido cortar el aire estancado y rancio de la dependencia.
Al cabo comenzó a hablar con   voz estentórea de horarios, de programaciones, de finalidades, de objetivos, de resultados, de actividades, de responsabilidades, de vocaciones...
La contundencia con que aquella voz fue emitiendo las palabras convenció a Florencio Acurio de que todo aquello estaba sucediendo realmente. No se trataba de una más de las tantas ensoñaciones y puestas en escena en que le había sumergido su imaginación, de forma reiterada, durante los dos años y medio que andaba existiendo en el limbo previo a la vida laboral docente, desde que finiquitó la carrera de Filología Hispánica.
El tono entre sacerdotal y administrativo del discurso de enfrente resultaba lo suficientemente verosímil como para suministrarle la dosis de nerviosismo y sobresalto adecuados, y persuadirlo de que esta vez la cosa iba en serio.
Por otra parte, lo aliviaba algo el hecho de que el tiempo transcurriese y su pelo alborotado, la camisa mal planchada, los vaqueros rasgados, el rostro somnoliento, la barba de dos días e incluso sus pensamientos -que él creía translúcidos- no hicieran mella alguna en la tonalidad de aquella contundencia que le peroraba delante. Permanecía exactamente igual que diez minutos antes.
Sí le preocupó e instaló definitivamente en la certidumbre de realidad lo que la voz contundente expulsó, junto con gotitas salivares, por fin:
-Diríjase ahora mismo a ver a los de Primero de bachillerato B, lo esperan.
Una vez informado de dónde se hallaba tal clase, Florencio dirigió sus pasos hacia allá por laberínticos pasillos en los que reinaba un silencio que se le antojó  ortopédico. Al acercarse al aula fue percibiendo en cambio un alboroto que le resultó  algo más natural.
Entró en aquel espacio, tan conocido y tan nuevo para él al mismo tiempo, y se hizo de golpe una quietud de sorpresa y expectación.
Ya en el interior se dirigió a la mesa del profesor y divisó desde allí cuarenta y tantos rostros sibilinos que le observaban enmarañados y caóticos. Un germinal deseo se apoderó de su interior en aquel instante: inmiscuirse en aquella masa granulosa, sentarse entre ellos, mimetizarse...
-Buenos días. Me llamo Acurio. Florencio Acurio –dijo en voz alta, intentando por un lado reafirmar ante sí mismo la irreversible situación y por otro subrayar ante ellos su potestad docente.
El silencio que recibió como respuesta le agradó. Se trataba ahora de una tensa calma  sustentada en la curiosidad. Aclimatado a esta atmósfera de expectativas soltó un discurso tan improvisado como ineludible en tales circunstancias:
cómo sería el curso que comenzaba, qué normas él no iba a estar dispuesto a que no se cumplieran a rajatabla, cuáles eran los objetivos y las finalidades educativas del centro, los horarios, las actividades, las responsabilidades, las vocaciones...
Todo esto último sí le permitió ya apreciar rostros más definidos. Y todos ellos le regresaron por unos instantes a su arboleda perdida, además de ofrecerle ciertas muecas sospechosas que fulminaron el atisbo de nostalgia.
Viendo sobre la mesa una lista con nombres y apellidos se aferró a la contemplativa y preceptiva tarea de pasar lista.
Al nombrar los primeros apellidos la masa se desintegró en sus individualidades y adoptó un tono de  inquieto murmullo.
Con mucha tranquilidad  continuó Florencio enunciando el listado y tras un inicio prometedor se topó con los García. La sucesión prosiguió su curso sin alteraciones hasta que, de pronto, leyó García Martillo, Iván, y recibió como respuesta alternativa al sí, aquí, con mano alzada, un prefiero que me llame Cúter, sin mano ni nada, acompañado, eso sí, de un sonoro coro de carcajadas.
Florencio miró al alumno Cúter y comprendió que un nuevo problema había nacido para él.
Eso sí, era viernes, comprobó que apenas quedaban quince minutos para que fueran las dos y media, hora de salida, y se trataba  del primer día de clases, 18 de septiembre, por lo que Florencio Acurio no se resistió a, obviando aquella provocadora respuesta, recomendarles amistosamente a todos aquellos semblantes púberes y anónimos que disfrutaran del fin de semana.
-Señores, por hoy hemos terminado.

Donde se cuentan las ocurrencias de Badián Parra y Florencio Acurio

Foto: jose rasero