La doctora se presentó a las once, tal como había anunciado la enfermera. No usaba bata ni atavío alguno que la identificase como tal. Vestía una camisa de tela celeste y unos pantalones vaqueros, muy ceñidas ambas prendas a un cuerpo espigado y resultón. Sobre el bolsillo de la camisa sí llevaba prendida una pequeña placa identificativa donde podía leerse: Dra. Clara Bermejo Gisbert, Colegiado 3934, Sevilla.
Era una mujer de unos cuarenta años, de una belleza vaporosa y serena que reflejaba una vida ejercitada sin demasiados sobresaltos, una existencia en la que los proyectos se habían ido cumpliendo en los plazos correspondientes, fruto de un carácter esforzado y perseverante.
-Buenos días, señor Parra –saludó, con una sonrisa profesional- veo que se encuentra bastante recuperado, ¿no es así?
-Badián Parra nació en la ciudad de Barcelona el diecinueve de setiembre, día de los santos Jenaro y Próculo... –soltó irremediablemente Badián.
-Vaya, no está mal como información, pero ¿y eso de hablar en tercera persona?
-Tengo problemas de comunicación.
-Ya veo. En fin, Badián, ¿me permites que te tutee, verdad? Correcto. Mira, primero te informaré de las circunstancias de tu llegada al centro. Después veremos cómo están las cosas ahora, y qué podemos hacer, ¿de acuerdo? Me imagino que no recuerdas nada de cómo llegaste hasta aquí ¿no es así?
-Nada –contestó Badián, mirando entre avergonzado y con cierto embeleso a la doctora Bermejo.

Así pudo conocer Badián cómo dos noches atrás, a eso de las once, hora en la que el centro ya se encuentra cerrado al exterior, una de las enfermeras de guardia escuchó fuertes golpes y voces provenientes de la entrada principal de la clínica. Alarmada, avisó rauda a la otra compañera de vigilancia y las dos se dirigieron cautelosas al lugar del que continuaban llegando ruidos, que una vez estuvieron junto a la puerta parecieron desvanecerse de pronto. Laura, la más joven, abrió una pequeña portezuela situada a la altura de los ojos y examinó el exterior. Hay un joven tirado en el césped, comunicó con inquietud a su compañera Águeda. Vamos a ver qué le ocurre, contestó ésta. No sin recelo franquearon la entrada y, al tiempo que Laura se acercaba al joven, Águeda echó una ojeada al descampado que rodeaba el edificio, viendo entonces cómo un coche se alejaba en la oscuridad con las luces apagadas. No sé por qué hacemos esto, cualquier día nos llevamos un disgusto, protestó Águeda acercándose a su compañera.
-Son unos cabrones, unos cabrones, -mascullaba con voz fangosa el joven, al tiempo que intentaba incorporarse, cosa que no consiguió debido al lamentable cuadro etílico que presentaba.
Entre las dos y con gran esfuerzo introdujeron el metro ochenta y los setenta y cinco kilos de embriagada lozanía en el interior y los recostaron en un banco.
-¿Has visto esa cara? -inquirió atónita Laura.
-Vaya monstruosidad -sustantivó Águeda echando el cerrojo a la entrada- Aunque tiene un cuerpo que quita el hipo -concluyó.
-¡Me han robado esos hijos de puta! -clamaba turbiamente el beodo Badián.
Foto: jose rasero
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