—¿Qué gigantes? —dijo N.
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—¿Qué gigantes? —dijo N.
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La calle Arenal anda un tanto solitaria. Algún precoz
comprador de oro, una cuadrilla rezagada de barrenderos, difusos grupos de dos
o tres. Y nosotros, que emprendemos de algún modo un peculiar viaje —de ida y
vuelta— en el tiempo.
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Caen gotas esporádicas sobre Madrid cuando llegamos a Atocha. Por un momento se me antoja —todo lo que nos rodea— también esporádico, azaroso, incierto. Es un día extraño. Bochornoso, encapotado y gris. Parece amenazar, no sé, cualquier cosa. Extreme las precauciones. Demasiado tiempo sin viajar. Y tantas y aceleradas ganas. La escapada ha comenzado y los acontecimientos se pueden precipitar de un momento a otro —reímos—, y nos precipitamos al Metro.
Uso de mascarilla obligatorio.
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—Seguramente fue aquella tarde que estaba con los chavales cuando comenzó todo. A rondarme la cabeza esta cosa. Son los que trabajan para mí en el taller. Los chavales, digo. Unos pipiolos. Los llamo así porque eso es lo que son, aunque ellos se piensen otra cosa. Estábamos de despedida de uno de ellos, ya ve, en un bar del Paseo. A la anciana ya la había visto yo antes.
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Ilustración de Carmen Benítez Robles
Extiendo mi cronómetro particular contemplando al tendero.
Enigmáticos ambos. Distanciados. Son las 14 horas. He venido en busca de
objetos imposibles, pero inexcusables en casa. El hogar es una bomba de
relojería que demanda su mantenimiento. Anoche lo hablé con mi amor. Traigo una
lista en un papel.
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Todo lo que está pasando, quieras que no, tenía que pasar.
Suele ocurrir cuando una gran amistad se rompe, o se cierra en falso...
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