miércoles, 27 de abril de 2016

'Abdoulaye'


  

ABDOULAYE no quiere pensar más de la cuenta. Esparcida sobre una manta en la calle se encuentra su existencia actual. Su ocupación. Su vida desde hace casi dos años. Ni en el pasado ni en el futuro. Solo en este presente falsificado con el que ganarse unos euros. Bolsos, perfumes, camisetas, abanicos, cds. Lo que el cliente demande. Abdoulaye es de Senegal, ha cumplido los veinte y acaba de encender un cigarrillo rubio que apenas sabe fumar. Desde su esquina junto al escaparate de cuchillos y navajas contempla con sus grandes ojos negros el reguero de humanidad transitar por la calle Compañía, un revoltijo de vitalidad nativa y curiosidad foránea que va y viene sin fin, tal como su mirada.



Hace un día extraño en Cádiz. La ciudad de la luz se halla vencida por una niebla compacta y húmeda. Una mañana triste. Atlántica. Lo mismo llueve, se dice Abdoulaye, mientras vende con su sonrisa africana un tarrito de perfume falso, bonito y barato a una señora que lo mira bien y quizás sea germana o danesa. Diez euros. Un dinero que no sacará en limpio el senegalés ni el más boyante de los días.
El reloj de Correos preside una plaza de las Flores en la que el aroma a café y churros va dejando paso casi imperceptiblemente, entre el bullicio que recorre incansable las terrazas y los puestos de flores, al de las frituras de pescado, las tapas variadas, las cervezas, los vinos.
El reloj marca la una en punto en el corazón de la ciudad.                                                            
Abdoulaye sí que desea pensar en Amada, claro. Amada es parte de su presente. Quizá la única partícula vital en verdad alejada de simulaciones y copias. Ella se alborota luminosa y juguetona con sus labios gruesos y su nariz achatada. Con su cara de niño. Le da clases de español. Le dice que tiene facciones de dibujos animados. Desde hace unos días palpa con asombro su piel negra. Con sus manos suaves y blancas. Duerme, duerme, negrito.  
En ella piensa mientras observa desde su estratégico rincón el trajín cotidiano de Compañía y Flores y de pronto escucha con extrañeza unas voces, unos golpes, unos gritos que despedazan la agitación uniforme y rutinaria de la Plaza y ve con desconcierto unas sillas y unas mesas volar y caer con gran alboroto en la esquina de la calle Columela y contempla con alarma a un grupo de manteros salir en tropel y huir como del diablo con los fardos a cuesta en dirección a su esquina.
Se detienen junto a Abdoulaye y a los demás, quienes ya han recogido las mantas con su botín, con su maná diario, en vertiginoso efecto dominó. Hablan entre ellos. Lo hacen a voces y gesticulando. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es todo esto? La niebla se alza como telón. A través del gentío de curiosos que se ha ido concentrando se puede ver cómo dos policías nacionales mantienen inmovilizado en el suelo junto a las sillas y las mesas caídas a un subsahariano. Le han incautado su mercancía. ¿Por qué? ¿Cómo es posible? La policía nos deja tranquilos, ¿no? El compañero de manta del apresado, un ghanés bajito y delgado, Rachid, es quien más grita y gesticula. Tras discutir y enfrentarse a los demás inicia lo que asemeja una danza o ritual de la ansiedad –saltos y giros alrededor de sí mismo– tras la que súbitamente se pierde en la tienda de los cuchillos y sale de esta con una navaja empuñada y la mirada perdida y se dirige, entre las quejas y reproches de todos, hacia la esquina donde permanece atrapado su compañero. Y se abre paso entre los curiosos blandiendo la navaja e increpa a los policías en un inglés espumoso e irritado. La confusión y el pasmo se adueñan de las entrañas de la ciudad y los vecinos se asoman a las ventanas sobresaltados por lo insólito del suceso. Y preguntan qué ocurre. Y sacan fotos. Y graban vídeos. Y los inmigrantes se acercan a ese rincón del que los mirones, atemorizados ante la presencia perturbadora de Rachid, se han alejado al galope. Y una barrera de policías les hace frente y el más bravucón se adelanta y alza su porra. Esto enfurece al más pintado. Hay más gritos. Rachid enarbola su navaja. Los africanos comienzan a lanzarles, a falta de otra cosa, sus propias falsificaciones. Es indignación. Es desesperación. Y la algarada crece como la mala hierba y la policía se apresta a iniciar una carga algo improvisada.
Entonces, algunos pueden verlo, el policía bravucón saca su pistola reglamentaria, apunta al negro Rachid y le descerraja un balazo en plena frente.