sábado, 23 de mayo de 2009

La voz




Introdujo la llave de seguridad en la cerradura, realizó el movimiento apropiado y accedió a su hogar. Un detalle inesperado llamó rápida y confusamente su atención. Una voz. Había una voz en su casa, cosa del todo inadmisible, irracional, pues él vivía consumadamente solo, y nadie tenía copias de su llave de seguridad.
Depositó con suavidad la llave sobre el mueble de la entrada y se dirigió con sigilo hacia el salón. Los dos ventanales se hallaban abiertos con normalidad, y se asomó a uno de los balcones. La calle permanecía vacía y silenciosa, como siempre a esas altas horas de la madrugada, desde ese vértigo de un vigésimo. No había voces allá afuera. Cerró cuidadosamente ambos ventanales y permaneció en silencio en el centro del salón. La voz seguía allí. Femenina, dedujo por su tono agudo y suave, mas no lograba discernir el significado de ninguna de las palabras que emitía.
Tras inspeccionar minuciosamente todo el apartamento no halló nada, ni a nadie. Televisor, radio, equipo de música. Todo estaba off. También su móvil. Pero la voz persistía, enigmática, susurrando extraños vocablos como a unos tres pasos de él.
Fue a la cocina poniendo muecas de loco, sonriendo sin mucha convicción, y preparó algo de comer.
Mientras masticaba con lentitud un bocadillo de queso fundido la voz quedó en silencio. Como observándolo, pensó atónito.
Decidió olvidarse de todo de una vez. He de salir menos. Demasiadas copas... -dijo en voz alta, subrayando el tono grave de su propia voz. Fue al dormitorio, se quitó las ropas del día y las colocó sobre una silla. Se introdujo entre las apetecibles sábanas. Boca arriba, con la fina tela asida por sus manos, acurrucándose hasta el cuello.
Puso toda su atención en captar el más mínimo sonido de la alcoba. Sólo su corazón vibraba inquieto. Lo demás era mudez completa, como un sigilo a la espera de algo.
Cerró los ojos y no quiso pensar. Su mente se hizo opaca.
Pero allí estaba. Inequívoca. Ahora juntito a su cartílago auditivo. Susurrando blandas, tibias, carnales voces veladas a su intelecto, a su capacidad de jergas o hablas, pero abiertas y sencillas, directas, inmediatas en provocar su erección, incesantes en su iniciado e inevitable vaivén, incrédulo, pero real y cadencioso, creciente y acompasado a las sílabas ya atropelladas, afiladas y definitivas en su explosión final, copiosa, plena. Prodigiosa.

La claridad del día hizo que se girara en la cama, perezoso, que apenas entreviese entre legañas las cortinillas de los ventanales, que restregase los ojos en busca de aclarar la realidad.
Todo lo sucedido resonaba con inquieante transparencia en su memoria. No quiso hacer caso alguno. Ni admitir lo más mínimo de aquello. Quería extraviarlo.
Se empapó a conciencia en la lluvia del baño, dirigiendo el enérgico chorro de agua casi con saña sobre sus sienes, sobre los ojos, incrustándolo una y otra vez en sus oídos hasta vaciarlos...
Aún húmedo abrió uno de los ventanales y salió al balcón.
Escuchó vehemente los sonidos de la ciudad, distantes, pero cotidianos, rutinarios, familiares. Del todo ciertos. Se empapó también de ellos.
En el salón conectó el televisor. Pulsó el mando del equipo de música. Sintonizó el aparato de radio en la cocina.
Y así desayunó, parapetado por todo el estrépito doméstico posible. Noticias internacionales, rumbas catalanas y anuncios publicitarios se convirtieron en su trinchera ante el abismo del absurdo y la sinrazón.
De nuevo en la terraza usó el móvil para llamar a una amistad. Era domingo y hacía un día espléndido.
-Pero, ¿qué es todo ese ruido?, ¿qué haces? No te entiendo nada... vale, sí, ahora mejor, sí, sí, de acuerdo, en unos veinte minutos estoy allí.
Apagó todo el defensivo sonido del apartamento y huyó de allí a zancadas, tapándose con las manos los oidos. Ya fuera cerró a conciencia la cerradura. Miró a ambos lados con el absurdo temor de verse descubierto por algún vecino en una acción censurable.
Ya en la calle, se colocó las gafas de sol, y decidió pasear tranquilamente hacia el lugar de la cita, pues tenía tiempo suficiente. Durante el camino se empeñó en concentrar su mente en los diferentes dibujos geométricos que hacía la acera bajo sus pies.
Llegó al lugar y sin más se sentó en la terraza en que se habían citado. Miró el cielo azul despejado y comprobó que sus pensamientos se encaminaban ya sin freno ni remedio hacia lugares temerarios y desatinados.
Al poco apareció la amistad, también con gafas de sol, y tomó asiento frente a él.
Transcurrieron unos instantes en que nadie dijo palabra alguna, mirándose el uno al otro a través de los vidrios sibilinos, como escrutándose, sondeando en el otro en busca de alguna señal, algún indicio de no sabían qué ostias, hasta que respondieron con agitada unanimidad al camarero:
-¡Dos jarras de cerveza!
Tras el primer trago la amistad comentó, forzando una leve y nerviosa sonrisa:
-Es lo mejor para la resaca.
-Claro, -respondió él, y colocó con premeditada lentitud las gafas sobre la mesa. Acercándose sobre las jarras hacia la amistad le preguntó, en tono de confidencia:
-¿Qué tal anoche?
-Bueno, supongo que como tú. Es raro que no nos viéramos. Ya sabes, lo de siempre.
-Digo después, -inquirió él, mirándole a los ojos ya de forma desafiante.

6 comentarios:

fran dijo...

este relato me provoca un desasosiego terrible,espero el desenlace abrazado a mi muñeca de trapo, un abrazo chiu

josé rasero dijo...

Abrazos Fran! Yo también espero el desenlace con ansias. Salud!

Carlo Zola dijo...

Muy intrigante...
Saludos.

.A dijo...

te sigo leyendo :)

fran dijo...

chiu, estoy al borde de la locura, no puedo evitar levitar de nerviosismo, he destrozado mi levita y me muerdo los cabellos.si no estoy internado leeré la próxima entrega. Un abrazo.

josé rasero dijo...

Lo mismo digo Alba. Saludos.

Querido Fran, la próxima entrega está debajo, chiu. Abrazos