jueves, 9 de abril de 2009

El boleto (Novela por entregas: -I-)

El móvil sonó con insistencia y, no se sabe muy bien si las ánimas benditas o el mismísimo belcebú, aunque más bien nos inclinaríamos por este último, consiguieron de alguna forma que Benigno se levantase a responder la llamada. Algo habría de ser, pues, según comunicaba el despertador electrónico, eran las ocho de la mañana, y Benigno no tenía costumbre a esas horas.
Al otro lado una voz contundente aseguraba sin margen para la réplica que a las nueve en punto había de presentarse ante el director de un centro escolar de cuyo nombre sería mejor no acordarse.
Le incorporaban a la plantilla para impartir clases. Tin, tin, tin, fue lo último que sonó en sus oídos.
La reacción de Benigno fue mecánica. Se incorporó y abrió la ventana del dormitorio. Contempló los azules variantes de océano y cielo.
Amanecía.
Su nebulosa mente intuyó que a alguno de sus incontables currículos enviados le habrían hecho caso. Fue a la cocina. Preparó café. Con éste recién hecho se sentó en la terraza. Lo tomó.
Ducharse, enjuagar la boca, vestirse. Todo ello como si fueran ajenas a él tales actividades, y él permaneciese entre las sábanas, soñando que el móvil sonaba con insistencia.
Se lanzó una última mirada al espejo.
Todo correcto, incluso los nervios agujereándole el estómago. Todo muy adecuado a la situación.
Durante el trayecto hacia el instituto, que distaba una media hora, Benigno fue topándose con los titulares de la prensa expuestos a la calle en diferentes establecimientos. Terremoto financiero. Derrumbe histórico. Naufragio en Wall Street. Pánico.
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El despacho del centro escolar era pequeño, más bien minúsculo, de una austeridad oscura y antigua, frío, casi en blanco y negro.
Benigno se sentó frente al director, sobre cuya cabeza un enorme crucifijo parecía abarcarlo todo.
El director, un hombre viejo, oscuro y antiguo también, casi también en blanco y negro, lo miró de forma inquisidora y sin más comenzó a hablar de horarios, de finalidades educativas, de actividades, de responsabilidades, de vocaciones...
La contundencia con que aquella voz iba emitiendo sus palabras lo convenció de que ya conocía él aquel tono. Tal detalle no consiguió tranquilizarlo, pero sí lo hizo el hecho de que el tiempo transcurriese y su imagen -pelo alborotado, pirsin en una ceja, vaqueros rasgados, rostro somnoliento...- y sus pensamientos, derrumbe, naufragio, terremoto, pánico, que él creía translúcidos, no hicieran mella alguna en el tono de aquella contundencia que le peroraba delante. Permanecía exactamente igual que diez minutos antes.
Sí le preocupó seriamente lo que la voz contundente expulsó, junto con gotitas salivares, por fin:
-Diríjase ahora mismo a ver a los de Tercero B, le esperan.
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La vida es como te llega y, a veces, no hay más que asumirla, reflexionaba Benigno pálidamente una vez fue informado de dónde se hallaba tal clase, y arrastraba sus pasos hacia allí por laberínticos pasillos.
Cuando por fin dio con el aula y entró en ella, entrevió cuarenta y tantos rostros insondables que le observaban enmarañados y caóticos. Un enorme deseo se apoderó de su interior en aquel instante: inmiscuirse en aquella masa granulosa, sentarse entre ellos, mimetizarse...
-Buenos días. Me llamo Parra. Benigno Parra, -dijo a voz en grito, en un intento desesperado de reafirmarse en su verdadera situación y subrayar su potestad docente. El silencio que recibió como respuesta le agradó. Le pareció bien que nadie objetara nada.
Tras ello soltó una arenga tan improvisada como ineludible en tales circunstancias: cómo sería el curso que comenzaba, qué normas él no iba a estar dispuesto a que no se cumplieran a rajatabla, cuáles eran las finalidades educativas del centro, los horarios, las actividades, las resposabilidades, las vocaciones...
Todo esto último le permitió ya apreciar rostros más definidos. Y todos ellos parecían ofrecerle muecas sospechosas.
Eso sí, era viernes, un día pedagógicamente perfecto para iniciar un curso escolar, y Benigno no se resistió a invitarles, pues se trataba del primer día y no quedaban más que unos quince minutos para el recreo, a que se marchasen tan contentos a alborotar al patio.
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-Tan sencillo como pajearse, reía Ben narrándole a Cúter cómo sería su labor educativa del lunes en adelante.
Habían quedado en una cervecería del centro para celebrar la nueva noticia.
-Lo que yo te diga, tú -se rafirmaba Ben envanecido frente a una nueva ronda de cervezas.
Cúter lo observaba divertido.
-La enseñanza está bien pagada, ¿no? -dijo sin disimular la nítida envidia instalada ya en él y que claramente sería su compañera de viaje aquella noche.
-No sé, unos mil quinientos al mes, tú.
-Joder. Un potentado vas a ser.
-El que vale, vale, chaval. Y es más, te diré, un buen magister es lo que necesitan esos adolescentes perdidos y desorientados, y eso, eso, eso es que no tiene precio y...
-Ya, ya. Oye, pero ¿no dejarás lo de la radio?, ¿verdad? Yo es lo único que pillo ahora y...
Benigno y Cúter se habían conocido haría unos ocho años. Benigno nació en Sevilla, pero pasó gran parte de su infancia trasladándose de ciudad en ciudad. A los once o doce años su padre se instaló definitivamente en Galicia, concretamente en A Pobra do Caramiñal, un pueblecito de A Coruña. Allí estuvo hasta que acabó de estudiar COU y decidió, pues la relación con su padre se había hecho insoportable, venirse a Cádiz , a la Universidad. Tenía sus ahorrillos y, algo también de mucho peso, un tío muy majo llamado Paco "el largo" , dispuesto siempre a darle cuartelillo. Al poco de instalarse en Cádiz, una noche de parranda, se vio inmiscuido en una bronca desagradable al abandonar una discoteca de la que le sacó un tipo al que no conocía de nada, pero que, sin duda, le libró de recibir una buena tunda. Era Cúter.
-Bien, bueno, y ¿qué es lo que va a enseñar el catedrático?
-Eso es lo de menos, tú. Soy un libro abierto, ¿sabes?, un conglomerado de conocimientos y...
Y la euforia mágica y nocturna los fue envolviendo, paulatina y despreocupadamente, aquella velada de celebración y goce. Tras las primeras cervezas salieron a la ciudad y siguieron su habitual itinerario de las noches gaditanas. Así, la inicial pareja de amigos iría transformándose casi imperceptiblemente en un tumultuoso grupo risueño de unos veinticincoañeros intercambiando sus esperanzadas vidas, sus proyectos, sus presentes, sus futuros...
En uno de los garitos que visitaron conversaron largamente con un grupo de chicas, que se unieron a ellos, y que ya en la embriaguez final danzarían todos juntos, alocados y caóticos en los resplandores de alguna disco.
Con los primeros rayos de sol la maravillosa pandilla se iría fraccionando en diversas células de cuatro, tres, dos e incluso una soledad, que regresaban zigzagueantes a sus casas.
Aquella noche Ben y Cúter se unieron también en la retirada.
A Cúter el alcohol y la noticia del nuevo empleo de Ben le hacían sentirse melancólico y no paró de evocar los quiméricos proyectos que habían maquinado durante tiempo para hacerse multimillonarios.
-¿Recuerdas? Los fósforos de madera reciclables, qué pasada. ¿Por qué los tirará la gente?
-Sí, y ese spray con el que pintaríamos el cielo. Muy fuerte, tú.
Para Cúter su amistad con Ben fue todo un descubrimiento, un inesperado hallazgo en su vida, divertido y amplio, un nuevo mundo abierto ante sus ojos. Hasta entonces su biografía se había circunscrito a los deslizantes trapicheos del mundo de las drogas, a la precariedad de algún trabajo, a la amputación de los límites del barrio, a sobrevivir junto a su novia de toda la vida.
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El mediodia recibió a Benigno incrustrado entre las sábanas y con una frase insertada en su mente. Una frase que le dolía. Tan sencillo como pajearse, y unas risas. Y un rostro de mujer. O dos. Todo repitiéndose de forma obsesiva y circular.
Tras enjuagarse la cara, se observó en el espejo. Hizo muecas y los ojos bien abiertos recibieron su imagen espantada. Y una buena bofetada de realidad.
-Educación para la Ciudadanía, -balbuceó.
Era la asignatura que debía impartir a partir del lunes y, como por arte de birlibirloque, como revelación emanada del cielo, como certeza ocultada con deliberación, cayó en la cuenta improrrogable de que no era ella precisamente su fuerte. De hecho, no tenía mayor idea de su contenido que de aquello de lo que había oído hablar, básicamente la extraña polémica generada a su alrededor. Pero en realidad no sabía de qué rayos trataba. Así era Benigno, un alma cándida y perdida. Caído del guindo, vamos.
-Educar a ciudadanos, -se dijo.
La mañana iba de descubrimientos y reveses tardíos y encubiertos y el siguiente consistió en comprobar que en el instituto aquel nadie había tenido el bonito detalle de facilitarle un triste programa, librillo, papel o pergamino arrugado acerca de qué coño debía enseñar Benigno Parra.
Buscó por el apartamento algún texto que explicara algo acerca de las buenas costumbres, la urbanidad, la cortesía o algo por el estilo. Tras una ardua pesquisa, hundido en el fondo del más olvidado cajón, apareció, habitado por abundantes cortapichas, un asomo de lo que buscaba. Urbanity and refinement (Elemental Course)
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Sábado y domingo los pasó Benigno at work, pues aquella labor le resultó bien espinosa. Haría unos cinco años que no se las veía con un libro en anglosajón y hubo de adaptarse a la faena. Una vez con la lesson one bien aprendida, se sirvió una cerveza bien fría con la que salió a la terraza del apartamento, un doceavo en primera línea de playa que su tío "el largo" le pasaba durante el curso escolar, y alquilaba en temporada de verano.
Desde la terraza una impresionante vista de la playa de Cádiz se ofrecía ante él y sus pensamientos se dejaron llevar por ella y la suave brisa nocturna. Pensaría en Cúter. Y en los rostros de mujer.
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A las siete y media caminaba Benigno hacia el Instituto medio en sueños, con su problema , la clase a dar, y su estratégica solución, cómo darla, revoloteándole la cabeza.
Al llegar subió a la Sala de Profesores, dio los buenos días y recibió un pasmo.
-No, los buenos días son abajo, -le dijo un tipo sentado, con un libro abierto ante sí.
Efectivamente. Gesto tan civilizado lo habían convertido allí en una especie de previo aviso a navegantes de lo que se les avecinaba a todos.
El director, subido en una banqueta, daba unos amenazantes buenos días a todos los allí presentes. Con su contundencia acostumbrada.
-El temor del Señor es el principio de la sabiduría. Los insensatos desprecian la sabiduría y la doctrina. Vosotros, hijos míos, escuchad las correcciones de vuestro padre, y no desechéis las advertencias de vuestra madre. Ellas serán para vosotros como una corona para vuestra cabeza, y como un collar precioso para vuestro cuello. Hijos míos, por más que os halaguen los pecadores, no condescendáis con ellos...
Aquellas palabras fueron rebotando sin sentido en la mente de Benigno, ocupadísima en su problema y la estrategia a seguir.
-...la sabiduría enseña en público: levanta su voz en medio de las plazas; se hace oir en los concursos de gente; expone sus útiles documentos en las puertas de la ciudad, y dice a todos los hombres: ¿hasta cuándo, a manera de párvulos habéis de amar las niñerías?, ¿hasta cuándo, necios, apeteceréis las cosas que os son nocivas; e, imprudentes aborreceréis la sabiduría?...
Al cabo, la contundencia dejó paso a los corrillos de voces que se difuminaron lentamente hacia sus respectivas aulas.
Benigno regresó a la sala de profesores, bastante concurrida ya. Se sentó en una esquina de la gran mesa que ocupaba casi por entero la habitación e hizo como aquel que tiene tanto que enseñar, que está tan ocupado con tanta información para inculcar, con tal cantidad, en fin, que siquiera podía alzar los ojos, presentarse o saludar. Era parte de la estrategia. Ganar tiempo y no distraerse.
Cuando quedó a solas extrajo de su carpeta el único papel útil de todo aquel maremágnum que había esparcido sobre la mesa. Era el esquema de la Lesson one. Le echó un último vistazo, y ya caminando por los laberintos, lo volvió a memorizar.


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2 comentarios:

Anónimo dijo...

holaaa!! vi que te pusiste de seguidor en mi blog y pase para ver el tuyo, que por cierto me ha gustado mucho, y esta ultima entrada esta muy bien, me gusta... besitoss!!!

josé rasero dijo...

Muchas gracias y encantado! Eso sí, tu nombre me trae algo liado. También me gusta cómo escribes. Sigue así. ¡Salud!